Los pesados pasos de Glósur
retumbaron en el estrecho pasillo que conformaba la serpenteante escalera de
piedra, descendiendo hacia las mazmorras de Górog, bastión del clan de los Barbablancas:
su hogar. Llevaba el hacha colgada a la espalda y una antorcha, cuya luz
titilaba en aquellas oscuras estancias, en la mano derecha. Su capa de viaje,
ajada y sucia a causa del largo viaje que le había llevado hasta Karak Dür, se
agitaba al ritmo de su apresurado caminar. Acababa de llegar y ya se había
encontrado con novedades. Sabía que su señor Rurin le enviaría igualmente para
que le informase, de modo que no se molestó en acudir al rey de clan. Decidió bajar a las mazmorras sin quitarse el
polvo del viaje. No quería perder más tiempo.
Cuando llegó al nivel inferior, se encontró
con varios enanos ataviados con armaduras, portando picas y hachas cortas. Los
custodios de las celdas, las cuales se distribuían a ambos lados de un infinito
pasillo tan oscuro como la boca de un lobo. Uno de los guardias le saludó con
la mano y Glósur se acercó devolviéndoselo con un leve asentimiento de cabeza.
—¿Dónde está? —preguntó directamente.
—Lo tenemos aquí mismo —contestó el
acorazado enano, señalando unas celdas más adelante—. Lo encontramos merodeando
cerca de las viejas minas abandonadas, al oeste de la ciudad.
—¿Ha hablado?
—No, no ha dicho ni una sola palabra desde
que lo apresamos. Lo hemos interrogado en varias ocasiones, llegando incluso a
superar un día entero, impidiendo que se durmiese. Pero no ha servido de nada.
Lo hubiéramos decapitado hace semanas, pero nuestro señor Rurin insistió en que
lo quería vivo.
Glósur frunció el ceño y se paró delante del
pequeño habitáculo enrejado custodiado por otros dos enanos armados, que le
saludaron de forma marcial. El veterano Barbablanca se asomó entre los barrotes
y consiguió distinguir, bajo la luz que proyectaba su antorcha, una figura achaparrada,
acurrucado en un rincón y cubierto con harapos. Su cabeza se giró muy despacio
al percibir la presencia del veterano y sus saltones ojos brillaron con la luz
de la llama. Un trasgo.
—¿Tú también vienes a hablar conmigo? —siseó
con voz ronca. Su cuerpo pareció estremecerse al ahogar la risa.
—Quienes te capturaron afirman que eres un
espía —la voz del enano sonó dura como la piedra que pisaban—. Dicen que no
eres un simple merodeador.
—¿Acaso crees que tú eres más especial que
aquellos que no han conseguido que hable? —se burló el trasgo—. ¡Sois realmente
testarudos, la escoria enana!
—Formas parte del contingente trasgo que los
Rocasangre repelieron en el llano de Dür Bhagdum —insistió, haciendo caso omiso
a sus provocaciones.
—No sé de qué me hablas.
Los ojos de Glósur empequeñecieron, dos
oscuras rendijas hendidas en su rostro barbado que apuñalaban a aquel trasgo.
No iba a soportar más sus insolencias.
—Abrid la celda.
El tono fue tan imperativo que ninguno de
los enanos guardianes se atrevieron a rebatirle. La cerradura se quejó al
sentir la llave girar en su interior, a causa del óxido. Los goznes crujieron
al tiempo que Glósur entraba en el calabozo. El trasgo giró la cabeza,
fingiendo sorpresa.
—¿Crees que me vas a intimidar? —de la boca
del prisionero brotó una sonora y estridente carcajada.
El enano, con mucha tranquilidad, comenzó a
quitarse la capa y los cintos que sujetaban su hacha y un par de cuchillas que
llevaba a la cintura. El acero de las armas parecía refulgir con odio ante la
presencia del trasgo, el cual observaba extrañado la escena. Una vez hubo
depositado sus enseres en el frío y húmedo suelo de la celda, Glósur soltó el
fornido brazo, como si de un látigo se tratase, estrellando el puño del revés
contra la cara de la repugnante criatura, la cual dejó escapar un sordo quejido
antes de caer como un fardo en el suelo. Los guardianes, que esperaban fuera,
se miraron entre ellos, pero no se atrevieron a decir nada.
El veterano se abalanzó contra el trasgo,
cogiéndolo con una mano, semejante a una tenaza, del cuello.
—¡Dür Bhagdum! —le gritó a la cara—. Hace un
mes tuvo lugar una batalla, en aquel lugar. Queríais sorprendernos y penetrar
en nuestras ciudades desde el este, ¿verdad?
El trasgo le respondió escupiéndole a la
cara. Glósur lo lanzó violentamente contra la pared opuesta. El cuerpo del ser
se golpeó y se desplomó. Un acceso de tos le sobrevino.
—Cientos de camaradas murieron aquel día —continuó
el enano, mientras el trasgo gateaba a duras penas intentando escapar de su ira—.
Algunos de ellos eran viejos amigos míos. ¡Perdieron la vida en aquel lóbrego
lugar, lejos de sus hogares! ¡Habla, maldito! ¿Dónde se reagrupa tu horda?
—¡Muérete, hombrecillo! ¡No hablaré!
Glósur volvió a agarrar del cuello al
trasgo, el cual se debatía intentando librarse de su presa.
—¿Crees que estoy jugando? —bramó mientras
le golpeaba con el puño una y otra vez. La sangre negra salpicaba en pequeños
estallidos a cada impacto—. ¿Crees que
esto es un juego?
Ante la atónita mirada de los enanos
custodios, arrastró al magullado y quejumbroso prisionero donde había dejado la
capa y las armas. Lo dejó caer contra el suelo y lo sujetó con el pie, aplastándole
el pecho con su bota. Cogió una de las cuchillas y comprobó si estaba afilada,
pasando el dedo pulgar por el filo del acero.
—¿Crees que tu vida me importa? —su mirada
llevaba implícita una amenaza—. ¿Crees que le doy algún valor, más aún cuando
ambos sabemos que no piensas hablar?
El trasgo tembló y balbuceó. Sus ojos
reflejaban por primera vez auténtico terror.
—¡Tu vida me importa tanto como a vosotros
las de mis camaradas!
El prisionero elevó sus gritos cuando vio
que Glósur se agachaba, le sujetaba la cabeza de lado y le ponía la hoja la
cuchilla en la oreja.
—¡¿Qué… qué vas a hacer?! —chilló el trasgo
al sentir el frío de la hoja.
—¡Camarada! —los guardianes no podían
disimular más su tensión—. ¡El rey Rurin dijo que lo quería vivo!
Glósur ensartó su mirada en el aterrorizado
ser, y le brindó una sonrisa siniestra.
—El rey Rurin os lo dijo —acomodó el acero
en el cartílago—, pero no a mí.
La negra sangre brotó cuando la cuchilla
cercenó la grotesca y puntiaguda oreja del trasgo, entre terribles gritos de
dolor y agonía por parte del desdichado. El enano, lejos de apiadarse, le giró
bruscamente la cara, lanzó la sanguinolenta amputación a un lado y se dispuso
para repetir la misma operación. Los guardias se apresuraron a abrir la reja,
preparados para separar al enajenado Glósur de su víctima.
—¡En los pasos inferiores! —chilló el
trasgo, presa del pánico—. ¡Se reagrupan en los pasos inferiores de las minas! ¡Me
enviaron para encontrar alguna forma de penetrar en la ciudad!
Glósur se incorporó justo cuando los otros
enanos irrumpían en el interior de la celda. La criatura temblaba y se aferraba
el lateral de su cabeza donde hacía unos segundos estaba su oreja. Ignorando
las atónitas miradas de sus camaradas, comenzó a recoger sus pertenencias.
Limpió la hoja de la cuchilla y la enfundó.
—Anunciad
al rey Rurin que he de hablar con él —dijo con voz calmada—. Con presteza.
—¡El rey dijo que…!
—Dijo que lo quería vivo —lo interrumpió
Glósur—, y creo que lo está.
Comenzó a subir las escaleras pesadamente,
dejando atrás los quejidos y lamentos del trasgo. Parecía que su regreso a
Górog no iba a ser sinónimo de descanso.
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